lunes, 22 de febrero de 2016

Canto de salud



Del día en que conocí la amargura


He probado, Señor, tu ternura,
tu mirada no se alejó nunca de mí.
—Aunque así lo parecía—
no me olvidaste
cuando me doblaba de lamento todo el día.
Punzaba un vacío amargo debajo del pecho
en las mañanas
que dolía como la huella de un puntapié
en las noches.

Me encontraste
cuando se agotaron mis asideros,
cuando me vi colgar de un hilo
y, en mi derrumbe,
me retiré con mi suplicio a saborear mi quiebra.

Mi esperanza se oscureció de zozobra
y no podía ni alzar a ver.
Allí, encorvada, lloraba mi esencia por los ojos,
apretando el hueco que gemía en la boca del estómago.

Clamaba al cielo por ayuda,
porque tu mano afligía gravosa sobre mí;
pasaba un día, llegaba la noche, volvía a amanecer
y el agobio no cesaba.
Me vestía con la pena al salir,
mientras maquillaba la tristeza de mis ojos,
sabiendo que, al regreso,
me habitaría necio el mismo dolor.


Eres bueno, Señor, ¡me escuchaste!
Porque acercaste a mi auxilio tu oído
te llamaré toda mi vida.

Hoy me examino, sonrío y veo
que el agudo pesar se fue,
y aunque marcó su paso en mi cuerpo
y se albergó en el centro de mi pecho,
¡tú, Señor, levantaste mi cabeza!

Vertiste sosiego en la copa de mi ansiedad,
y calma en el grito que me consumía.
Todos los males del alma pasaron sobre mí,
y me sacudieron.
Pero tú me has puesto de pie.

Mary De la Torre